sábado, 21 de agosto de 2010

Cerezos despojados

Caminé mucho para llegar hasta un lugar hermoso, arriba, remontando los valles del norte. En el final de la primavera, cuando las montañas me rodeaban, sentí al final que llegaba a un destino. Había andado por los caminos vecinales de la región durante muchos meses, viviendo de la sola compasión de las familias con las que me encontraba. Hoy tengo que decir que nunca conocí la realidad hasta haber podido entenderla sin nada, de aquella manera. Rogando la comida a los campesinos que se la ganaban con su trabajo y los cuidados de la mismísima tierra. Sin embargo estaba perdido, no tenía ilusión en mi vida, y mis pasos se sucedían por el simple hecho de no molestar a quienes de pronto entendía como nunca antes.
Había sufrido el horrible engaño del amor más fuerte que alguna vez hubiera sentido. Desconsolado, mi espíritu ciego buscaba alcanzar un destino trágico y lejano, que lo redimiera de aquel pesar inhumano.
Entré al monasterio pidiendo comida, y sin embargo me quedé a vivir por casi un año. Al principio solo sufría la tristeza de estar en el fondo del dolor. Acodado en mi cama, atontado por tanto llorar, las propias paredes de piedra terminaron por parecer blandas ante mí. Así también se volvieron los duros compañeros de sufrimientos. Comencé a hablar con un anciano de eterno invierno en el pelo. Nos veíamos debajo de la torre vigía, sentados en el barandón y mirando al valle profundo y lejano, que se escurría hacia las llanuras ya muy distantes a la vista.
Había en el monasterio hermosos cerezos estremecidos de flores en la época en que llegué. Irradiaban su aroma a los espacios enormes, compitiendo con los fuertes vientos de las montañas cercanas, acariciando el patio donde siempre nos encontrábamos a conversar… Eran como trofeos en aquel jardín, en aquel rascacielos del valle. Y así los miraba mi amigo.
En los primeros meses las conversaciones no eran tales con aquel anciano, pues no entendíamos lo que nos decíamos. Solo al final del verano entendí de dónde venía y comenzamos a intercambiar símbolos que entendimos los dos.
Para entonces, cuando la comunicación comenzaba a ser certera, ya llegaba el invierno. Y los cerezos contenían sus flores lo más que podían, temblando. En esos momentos logré contarle mi historia.
Me había enamorado desesperadamente de una mujer rubia de la ciudad. Ella me había dicho que me amaba, y nos casábamos en Diciembre. Pero su amor no era mío. Por más de que intenté enamorarla con todas mis fuerzas ella terminó huyendo antes de casarnos, y yo quedé destrozado: la duda, la debilidad… la ausencia de certeza en el amor… me habían abatido en toda mi naturaleza.
Eso supo el viejo bajo los tiritantes cerezos. Entonces me dijo que estos me miraban cuando les daba la espalda, y que me entendían. Llegué a sonreírme por primera vez dentro del monasterio, y por primera vez también, desde que aquel amor había dado la campanada en lo más profundo de mi interior, diciendo que no era cierto… que las brumas blancas lo devoraban y esa humedad estaría en mis pulmones.
Aquel día terminó sin más. Pero al siguiente, el invierno estaba desnudando cruelmente a los cerezos. Los suelos, ya blancos de nieve estaban vueltos rosados de los pétalos de las flores quemadas. El suelo aleteaba con el pulsar del viento casi tan frío como la nieve.
Entonces el viejo me habló.
-De eso entienden estos árboles... de vivir por el valor de un instante. Quedan las ramas, esenciales, estáticas en el aire… ante los vacíos inmensos del valle, de las nubes frías, de los días cortos y oscuros, de las profundas noches inertes. Por unos días vivimos. Por unos días de flores que llenan el espacio que somos, que pueblan el territorio que nos rodea, y que no podemos ni podremos alcanzar siempre, en todo momento.
-Sentirnos despojados es sabernos morir. Es entender lo rico de los momentos vividos, aquellos por los que toda la vida vale la pena. Entender cómo es rico el florecer, cómo es voluntad, cómo es deseado, cómo es amar: lograr ser totalmente humilde ante lo demás y lograr amar completamente. Amando lo que uno es. Amando la espera, la noche, amando la semilla, el tallo tierno, el brote, ¡amando las flores más apuradas! Y amando, por último, este esqueleto: estático, inerte, luego de sacudirse, luego de extasiarse… Amando definitivamente este endurecerse.

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