Buena era la tarde, sobre todo debido al sol en la abadía. Una golondrina jugaba revoloteando alrededor de la cruz, y el abad que estaba ocupado en sus deberes terrenales daba vuelta a la tierra en la quinta del sur de la iglesia.
Una mujer hermosa caminaba sobre la tierra negra, apretada. Sus anchas caderas, sus elevados muslos, sus férreos glúteos, todo iba sobre sus pasos deslumbrando a las serpientes que aturdidas inclinaban sus cabezas hacia atrás y se volvían entre los pastos.
Un niño, mitad despierto, y mitad en el gratuito disfrute de la vida, pasó en las ancas de un tractor, mirando a la señorita que no dejaba de caminar aunque ya estuviera llegando al pueblo. Su padre nombró a alguien, a quién el niño no reconoció, y dio por olvidada la conversación mientras el andar del camino le distraía de más historias de las que sería capaz de imaginar en una hora entera. El niño volvió a sonreír cuando la rueda opulenta del tractor pasó al lado de una hormiga que en la enorme diferencia de todo, se quedó quieta.
En la casa del pelado artista, sonaba un piano, desafinado además de ser tocado de manera inusada. En la ventana una rosa, ya cabizbaja y marchita de la savia de la tarde anterior, profundizaba su olor al sol… y parecía estar escuchando la canción. En la ventana, atravesando su espacio abierto, se sacudían las ropas blancas del hombre que también se limpiaba sus propios calzones, como se cocinaba, o mantenía la casa en gran parte limpia.
Al llegar al pueblo, la mujer, el verdulero sufrió un pequeñísimo infarto que más bien le produjo que mal (de algún modo extraño re irrigó de una nueva manera su corazón), al agacharse detrás del cajón de las frutillas, porque una se había caído y no quería volver a la luz de la humilde pero muy bien iluminada verdulería. El esbozo de profundo coqueteo se prolongó sostenidamente, mientras esas mismas caderas se movieron tanto de un lado para el otro como desde abajo hacia arriba, descansando su propio peso en una o en otra porción de las propias carnes.
No era carnicería a lo que el verdulero quería dedicar su vida, pero en los ojos algo le brilló y un colmillo, también, bajo el reluciente reflujo de las cáscaras de los duraznos iluminados por el sol. De su asiento se recuperó y sin saber cómo, hasta un costado de la mujer hermosa llegó, no se agachó pero hizo el amague, le ofreció ayudarla y se quedó parado observando los árboles de la calle que justo pasaban por allí.
viernes, 6 de noviembre de 2009
Tarde apacible en el pueblo de la Abadía.
Publicadas por Pavlko a la/s 1:14 a. m.
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